Siempre hay tiempo para recordar al muy particular Edgar Allan Poe, un escritor cuya pluma (probablemente de un cuervo) oscura, misteriosa y llena de simbología, despierta los sentidos de sus lectores -algunos de ellos fanáticos del culto Poe- para hurgar en la interioridad y la compleja vida de sus personajes, como la vida misma del autor entrelazada por la penuria, la tristeza, la incomprensión y el caos existencial. Se debatía entre sus demonios y la época histórica que le correspondió, conjugación para esa tan única personalidad psicológica expresada a través del arte de la palabra. Sus escritos revelan su inquietante mundo interior y abrieron nuevas vías expresivas para sus contemporáneos que se agotaban de tanto describir el mundo externo. Fue original, creador de géneros literarios como la narración científica-fantástica y la novela policíaca . Indiscutiblemente un gran maestro, que también fue tocado por la poesía, alimentada igualmente por sus mas profundas obsesiones. Nacido un 19 de enero de 1809, de su prolífica obra hemos escogido como muestra el relato que a continuación le entregamos a nuestros lectores, acompañado por dos poemas de ese tan permanente escritor norteamericano.
EL RETRATO OVAL
El castillo en el que mi criado se había decidido a entrar por la fuerza, antes de dejarme, en mi grave estado, pasar la noche al aire libre, era uno de esos edificios construidos con una mezcla de lobreguez y esplendor que, durante mucho tiempo, se han alzado en los Apeninos, tan reales como en la imaginación de la señora Radcliffe. En apariencia, había sido abandonado recientemente, aunque de forma temporal. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosas, ubicada en una apartada torre del castillo. Su decoración era rica, aunque gastada y antigua. Sus paredes estaban cubiertas de tapices y adornadas con múltiples y variados trofeos heráldicos, junto con un gran número de pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Esas pinturas, que colgaban no sólo de las paredes sino que también aparecían en los diversos nichos de la extraña arquitectura del edificio, causaron en mí un profundo interés, tal vez por mi incipiente delirium. Ordené a Pedro que cerrara las pesadas persianas de la habitación porque era de noche, que encendiera los altos candelabros que se alzaban en la cabecera de mi cama y que abriera las cortinas de terciopelo negro que la envolvían. Deseaba que todo esto se hiciera para poder entregarme, si no al sueño, sí a la contemplación de estas pinturas y a la lectura de un pequeño libro que había hallado sobre la almohada, que criticaba y describía los cuadros.
Leí mucho tiempo y observé las obras con mucha devoción. Las horas pasaron volando, rápida y placenteramente, y pronto se hizo medianoche. La posición de los candelabros me disgustaba y, estirando la mano con dificultad -en lugar de despertar a mi sirviente-, los coloqué de modo que iluminaran mejor el libro.
Sin embargo, este movimiento produjo un efecto completamente imprevisto. Los rayos de las numerosas velas (había muchas) cayeron en un nicho de la habitación que se había mantenido oculto hasta el momento a causa de una de las columnas de la cama. Así pude ver a toda luz una pintura que no había visto antes. Era el retrato de una joven que empezaba a madurar y a convertirse en una mujer. Miré la pintura rápidamente y después cerré los ojos. No pude entender por qué lo hice. Pero mientras mis ojos permanecían cerrados, se cruzó por mi mente la razón de mi actitud. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que la vista no me había engañado, para calmar y tranquilizar mi imaginación, para poder mirar de forma más sobria y certera. En unos minutos, miré fijamente la pintura otra vez.
Ahora no podía dudar de haber visto bien, ya que la primera luz de la vela sobre la tela había parecido disipar el estupor de ensoñación que pesaba sobre mis sentidos y me había despertado.
El retrato, como he dicho, era de una mujer joven. Mostraba sólo la cabeza y los hombros y estaba realizado con la técnica denominada vignette, al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta las puntas de su brillante cabello se mezclaban de forma imperceptible con la vaga pero profunda sombra formada por el fondo del retrato. El marco era oval, muy adornado y afiligranado en estilo morisco, como una pieza de arte; pero para nada era tan admirable como el retrato en sí. Sin embargo, no podía ser la ejecución de la obra ni la inmortal belleza del retrato lo que tan vehementemente me había emocionado. Menos aún era posible que fuera mi imaginación, sobresaltada de su adormecimiento, lo que había confundido la cabeza con una persona viva. De repente, vi que las peculiaridades del dibujo, de la vignette y del marco tenían que haber rechazado semejante idea, impidiéndome incluso que me distrajera por un momento. Me quedé pensando profundamente en estos temas durante una hora, tal vez, medio sentado, medio reclinado, con la vista posada en el retrato. Por fin, satisfecho con el verdadero secreto de su efecto, me dejé caer en la cama. Había descubierto que el hechizo del retrato era la absoluta apariencia de vida de la expresión que primero me había sorprendido y después me había confundido, sometido y aterrado. Con profundo y reverente temor, coloqué el candelabro en su posición inicial. La causa de mi gran agitación había desaparecido de mi vista y busqué ansiosamente el libro que hablaba de las pinturas y su historia. Me detuve en el número que designaba el retrato oval y leí las vagas y extrañas palabras que siguen:
POEMAS
ANNABEL LEE
Hace
muchos muchos años
en un
reino junto al mar
vivía
una doncella a quien quizá
conozcáis
como Annabel Lee
y esta
doncella no vivía con otra idea
que
amarme y ser amada por mí.
Yo era
un niño, y ella era una niña
en
este reino junto al mar,
pero
amábamos con un amor más que amor
mi Annabel
Lee y yo,
con un
amor que los serafines del cielo
nos
envidiaban a los dos.
Y por
este motivo, ya hace mucho,
un
viento sopló desde una nube, helando
a mi
hermosa Annabel Lee,
así
que vinieron sus nobles parientes
y la
apartaron de mí,
para
encerrarla en un sepulcro
en
este reino junto al mar.
No tan
felices en el cielo, los querubes
no nos
dejaban de envidiar.
¡Sí!
Por ese motivo (como todos saben
en
este reino junto al mar)
vino
el viento una noche de una nube
helando
y matando a mi Annabel Lee.
Pero nuestro amor era
mucho más fuerte
que el
de aquellos mayores que nosotros,
de
tantos que eran mucho más sabios,
y ni
los ángeles arriba en el cielo
ni los
demonios del mar en su confín
podrán
jamás mi alma escindir
del
alma de la hermosa Annabel Lee.
Pues jamás
riela la luna sin que sueñe
con la
hermosa Annabel Lee,
y jamás
salen las estrellas sin que sienta
los
brillantes ojos de Annabel Lee;
y así
toda la noche yazgo al lado
de mi
amada, mi amada, mi vida y esposa,
en el
sepulcro aquel junto al mar,
en su tumba junto al sonoro mar.
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