RUFINO BLANCO FOMBONA


https://es.wikipedia.org/wiki/Rufino_Blanco_Fombona

 

Pasó por la vida y la historia como un aluvión de imágenes. Y también como una espada que solo decapitó mentiras. Y como un revolver que resonó asfixiándose entre los ríos y las selvas. Y también como un puñetazo en la pared asustada de una estancia en París.

Fue altisonante y asi habrá que recordarlo, y desde muy joven cargó con el aura de la fascinación, apoyado siempre en su bastón de elegancia arisca.

Escribió en abundancia desde versos, novelas y cuentos hasta ensayos históricos y artículos panfletarios. Sus diarios son un testimonio único de vida, pasión, desparpajo y valiente sinceridad.

Por todas estas cosas y otras muchas mas hacemos nuestra la consideración de Ángel Rama cuando escribe que Rufino Blanco Fonbona es nuestro "estricto contemporáneo".

Y como trotamundos que era fue a morirse bien lejos de su patria.

Al final, cuando nos acercamos a sus versos descubrimos que el gozar poético y el sufrir poético son dos sucesos que ocurren corazón adentro.


Aquí les dejamos esta pequeña muestra de su poesía y su narrativa, para celebrarle con motivo de su nacimiento, ocurrido el 17 de junio de 1874.



POEMAS



LA VIDA

I

Leo en mi libro. Es ya la media noche.
Las trenzas de mi amada
son un chorro de libras esterlinas.
Y surge su cabeza de las blancas
coberturas del lecho
como el dibujo de un pintor de hadas.
Me dicen: "es un perro"; o bien: "te adora".
Hoy nos hemos reído a carcajadas.
Los amigos me envidian
mi casita, mi ocio, la muchacha,
mi juventud y la sonrisa eterna...
Mi sonrisa es mi fuerza y es mi máscara.
 Soy muy feliz. ¡Y bien! Esto es horrible.
 Suspiro por mis noches angustiadas,
 por mi cruel desolación de huérfano,
 por mis horas de lágrimas.
¿A qué vencí? ¿Por qué librar las rudas,
las tremendas batallas,
por la vida y el éxito y el nombre?
¿Para qué la ascensión de las montañas?
La hermosa abre los ojos. Me sonríe.
 -Vén, me dicen su voz y sus miradas;
 y luego, pobrecita, me pregunta:
 -¿En qué piensas?

-En nada.

 

II

 

Sentado a mi balcón miro las nubes
errantes. Caravanas
de sueños y ambiciones
por mi cerebro pasan.
Mi querida se acerca, y dulcemente
apóyase en mi espalda.
Su cabellera se impregnó en el baño
de un olor de campiña. Me dan ganas
de beber leche, de domar un potro,
de atravesar un río... Nuestra charla
se inicia con un beso. Ella confía
en mis puños. Hablamos del mañana.
¡Cómo es hermoso el gesto del que lucha!
Y el lauro del que triunfa, ¡cómo ata!
Si esta noche, de súbito,
a mí viniera un hada
y me dijese : 

-Escúchame, poeta ;
traigo para tus sienes esta rama
de florido laurel; traigo esta púrpura
para ceñir de púrpura tu espalda ;
para tu bolsa un vellocino de oro
y esta rubia gentil para tu cama;
al hada bienhechora
le daría las gracias,
y a trueque de esos dones
le pediría:

-Hada,
ponme en el brazo músculos,
y ambición en el alma.



  EXPLICACIÓN

No busques, poeta, collares de rimas
en casas de orfebre. Cinceles y limas
repujan ni nieblan los cantos mejores:
los cantos mejores son nuestros amores,
son nuestros amores y nuestros dolores;
las dulces quimeras, los casos de angustia,
idilio que enflora, pasión que se mustia;
visiones de encanto
al vuelo de un tren,
y cosas de llanto
y cosas de bien.

El mejor poema es el de la vida:
de un piano, en la noche, la nota perdida;
la estela de un barco; la ruta de flores
que lleva a ciudades ignotas; dolores
pueriles; mañanas de riñas; sabor
de besos no dados, y amor sin amor.

¡Qué alegre es la casa del titiritero!
La casa que pasa por todo sendero
y exhibe a los bordes de tantos poblachos
sus damas, sus hércules y sus mamarrachos!

¿Qué libre es la vida de todo bohemio,
poetas, gitanos? Por único premio
de su rebeldía y su libertad
los saluda el cielo de cada ciudad;
y son sus amigos las cosas viajeras;
las brisas, las nubes y las primaveras.

Adoro la gente que adora la errante
vida. La bohemia libre y trashumante.
Seguí sus pendones, eché a caminar,
y en burgos y villas me puse a cantar.

¡Oh, amores y rutas y alarmas! ¡Oh, acciones!
Bardo, la poesía no está en las canciones.





CORAZÓN ADENTRO


Llamé a mi corazón. Nadie repuso.
Nadie adentro. ¡Qué trance tan amargo!
El bosque era profuso,
negra la noche y el camino largo.
Llamé, llamé. Ninguno respondía.
Y el murado castillo, taciturno,
único albergue en el horror nocturno,
era mi corazón. ¡Y no me abría!
¡Iba tan fatigado! ¡Casi muerto,
rendido por la áspera subida,
por el hostil desierto
y las fuentes saladas de la vida!
Al sol de fuego y pulmonar garúa
ya me atería o transpiraba a chorros;
empurpuré las piedras y los cardos;
y, a encuentro por segundos topé zorros,
búhos, cerdos, panteras y leopardos.
Y en un prado inocente: malabares,
anémonas, begonias y diamelas
vi dos chatas cabezas triangulares
derribar muchas ágiles gacelas.
¡Qué hórrido viaje y bosque tan ceñudo!
La noche, negra; mi cabeza, loca;
mis pies, cansados; el castillo, mudo,
y yo, toca que toca.
¡Por fin se abrió una puerta!
Todo era sombra aquella casa muerta.
Tres viejecitos de cabello cano
y pardas vestiduras de estameña
me recibieron: -adelante, hermano-.
Parecidos los tres. La blanca greña
nevaba sobre el hombro a cada anciano.
Al fondo, en una esquina,
luchaba con la sombra un reverbero
de lumbre vacilante y mortecina.
-Somos felices-dijo el uno. El otro:
--Resignados. -Aquí dijo el tercero-,
sin amigos, sin amos y sin émulos,
esperamos el tránsito postrero.
Eran recuerdos los ancianos trémulos.
-No es posible, pensaba. ¿Es cuanto queda
de este palacio que vivieron hadas?
¿Dónde está la magnífica arboleda,
en dónde las cascadas,
los altos miradores,
las salas deslumbrantes
y las bellas queridas suspirantes
 muriéndose de amores?
Y me lancé a los negros corredores.
Llegué a las cuatro conocidas puertas
por nadie nunca abiertas.
Entré al rojo recinto: una fontana
de sangre siempre vivida y ardiente
corría de la noche a la mañana
y de mañana a noche, eternamente.
Yo había hecho brotar aquella fuente.
Entré al recinto gris donde surtía
otra fontana en quejumbroso canto:
¡el canto de las lágrimas! Yo había
hecho verter tan generoso llanto.
Entré al recinto gualda; siete luces,
siete cruces de llama fulgecían,
y los Siete Pecados se morian
crucificados en las siete cruces.
Y a Psiquis alas nuevas le nacían.
-Rememoré las voces del Misterio:
--Cuando sea tu alma
de las Desilusiones el imperio;
cuando el sufrir tus lágrimas agote;
cuando inmisericorde su cauterio
te aplique el Mundo, y el Dolor te azote,
puedes salvar la puerta tentadora,
la puerta blanca, la Thulé postrera...
-Entonces, dije, es hora.
Y entré con paso firme y alma entera.
Quedé atónito. Hallábame en un campo
de nieve, de impoluta perspectiva;
cada llanura, un ampo;
cada montaña, un irisado bloque;
cada picacho, una blancura viva.
Y de la luz al toque
eran los farallones albicantes,
chorreras de diamantes.
-¿En dónde estoy? -me dije tremulento...
y un soplo de dulzuras teologales
trajo a mi oído regalado acento:
-Estás lejos de aquellos arenales
ardientes, donde surgen tus pasiones
y te devoran como cien chacales.
Lejos de las extrañas agresiones,
a estas cimas no alcanza
ni el ojo inquisidor de la asechanza
ni el florido puñal de las traiciones.
Son ignorado asilo
al tigre humano y a la humana hiena;
a los pérfidos cantos de sirena
y al aleve llorar del cocodrilo.
Llegas a tierra incógnita;
a tierra de simbólicas alburas,
todo misterio y calma.
Estás en las serenas, en las puras
e ignoradas regiones de tu alma...
Y me quedé mirando las alturas. 





Cuento

EL CATIRE 


A partir del caserío de la Urbana, Orinoco arriba, hasta el caserío de Atures, toda la vasta región que se extiende, desde la margen derecha del gran río hasta los confines del Brasil, es zona de bosques y desiertos donde erran tribus bárbaras de Guahibos, y otros indios no reducidos a la vida cristiana.

La civilización se ha quedado por allí a la margen izquierda del Orinoco. No se ha atrevido a pasar el río. La misma naturaleza cambia de una orilla a otra del agua. A la siniestra riba, la tierra, plana y monótona, cubierta de gramíneas y rebaños, hace horizonte con el mar; a la margen opuesta, el terreno forma gibosidades, se enmontaña, las selvas extienden su imperio tupido e impenetrante.

A cosa de siete leguas de la Urbana, aguas arriba, al pie de enormes moles de piedra, en un claro del bosque donde crecía paja silvestre y se producía silvestre la sarrapia, cuatro o cinco ranchos no distantes los unos de los otros, un corral de vacas, gallinas, patos, pavos, cerdos, caballos, burros, perros, gatos, el conuco de maíz, la sementera de frijoles, y el pegujalito de yuca, indicaban por aquellas soledades la presencia del hombre residente y agricultor, a más de las tribus trashumantes y depredadoras. Aquella colonia, dos hermanos con sus respectivas familias, y seis u ocho indios mansos que servían de peones, recogía sarrapia en los bosques comarcanos, fabricaba queso en el hato y cultivaba  sus conucos y sus hortalizas. 

Hortalizas y conucos,  junto con los cercanos bosques,      abundantes de caza, y el propio río, abundante en pesca, les daban a todos comida. El queso iba a mercarlo a la Urbana o a Caicara, o bien a los hatos ricos de la margen izquierda. Estos lo expendían para centros lejanos de la población. Cuanto a la sarrapia, varias veces por año atracaban a la costa fluvial buques de Ciudad BoIívar que la pagaban a precio de diamante, lo mismo que las plumas de garza. 

No bien recibían el dinero los campesinos, se morían por ahucharlo y aprovechaban la primera noche clara para enterrar el oro, ya al pie de un guayabo longevo, ya cerca de algún peñón grande como una catedral e inamovible, ya en otros sitios más recónditos de que jamás informaban ni a su esposa ni a sus hijos.

Entre las vigas del rancho, sobre la troja, escondían    Win- chesteres relucientes, usados de continuo, menos contra la acometida de alguna horda de aborígenes ebrios  --lo que sólo había ocurrido un par de veces en cinco años de residencia-- que contra las incursiones de los tigres o para tirar a los caimanes, carniceros y ladinos como el mismo cunaguaro.

Este felino rapaz, lo mismo que el caimán, sorprendía a los cerdos y, aunque cobarde, se aventuraba de noche hasta los mismos corrales para robar los becerritos. Burros, caballos, fueron a menudo víctimas sorprendidos pastando, no lejos de la ranchería.

Mas ¡cuántos ojos certeros de los tiradores, en las batidas  nocturnas. Manchadas pieles jaguarescas y atigradas tapizaban el suelo las paredes de aquellos ranchos! Solía encontrarse, estirado y en el patio a secar, prendido con estacas, el cuero fresco de algún felino recién cazado: vacas, potros, perros, acercábanse, ignorantes, y luego de olfatearlo, se alejaban con presura de aquel despojo de exhalaciones enemigas, mugiendo las vacas, relinchando los potros, aullando los perros.

En viaje a la margen izquierda para mercar sus quesos, uno de los hermanos de retorno, meses atrás, trajo consigo del Arauca a un zagalejo de diecisiete años, entregado por los mismos padres del mozo, que no podían soportarlo: tan maleante era y tan perturbador.

En la colonia lo apodaron el catire por su cabeza pelirroja, sus ojos zarcos y su rostro de blancura desvaída; amarillenta y pecosa. Alto, anguloso, flacucho, exuberante, todo nervios, el catire era de una actividad inextinguible: él ordeñaba las vacas en la madrugada, pastoreaba en la mañana, traía leña al mediodía, cargaba agua mientras los demás dormían siesta, hacía queso en la tarde o recogía sarrapia o iba al conuco por frijoles, traía el ganado al crepúsculo y todavía encontraba tiempo para ir a echar anzuelos antes de oscurecer, y alegrar, después de la comida, la prima noche del desierto orinocense, entonando, al son de la guitarra, corríos y galerones.

Era el diablo, eso si: desplumaba vivos a los pájaros, quebraba el rabo a las vacas, robaba los huevos de las gallinas, untaba de bosta, y aún de zulla, los cuchitriles de los peones, improvisaba un galerón contra el lucero del alba. Los amos lo toleraban porque lo explotaban.


El catire, una tarde, hizo caer en una zanja y quebrarse un cuerno a la vaca más lechera y rozagante; y presentóse al hato, con la res mogona, o, como decía él, tocona. La esposa de uno de los hermanos, propietario del animal, oronda con su vaca puso el grito en el cielo. El catire fue despedido, sólo que, al día siguiente de la expulsión, el catire considerándose ya desligado de sus patronos, se negó a ordeñar, a conducir el rebaño al pastoreo, a cargar agua, a recoger hierba, etc.

Pasóse el día, las manos en los bolsillos, el cigarro en la boca, y en la noche pidió que le arreglasen su cuenta, Ambos hermanos tuvieron un oportuno, enternecimiento, la dueña de la vaca perdonó al catire, y el catire continuó en la colonia.

Pero aquel diablejo de chico iba a ser corroboración de "genio
y figura hasta la sepultura".

Bajaba del monte el zagal, semanas adelante, caballero en su burro, y quería bajar con más rapidez de lo que permitía la pendiente. El burro era un asnazo rubio, cariblanco, de ancho pecho, cabos finos, ancas gordas y pescuezo robusto. El catire le cosquilleaba las ancas con buida vírgula de guayabo.

Sintiéndose incómodo, molestado por la púa, el asno    apresurábase cuanto podía; pero como la puya era inclemente, se enfureció, y, de un corcovo, echó a rodar a su caballero barranco abajo.

El catire salió del embarrancamiento carirrojo y confuso.      Desde entonces cobró un odio carnicero al cuadrúpedo.

Sacábalo a menudo del rancho con un pretexto u otro, y    amarrándolo en el campo, le atizaba paliza tras paliza. Días enteros lo dejaba sin beber, y noches y noches sin el pasto de la cena. El asno comenzó a enflaquecerse, a perder la brillantez de su pelaje claro, y hasta su cara peluda y blanca de asno joven, pareció entenebrecerse con el dolor de aquella persecución ignorada e inmerecida.

La saña del catire no se desarmaba. Una mañana sacó el    borrico al campo, lo maneó, aseguró las patas traseras con un retorcido bramante, y ya por tierra el jumento, empezó a embadurnarlo con la grasa de un pote que traía en el bolsillo. Untóle meticulosamente y con método, primero las patas, luego el pecho, después la cara y por último el cuello. El animal se debatía desesperado, pero impotente; abría pávido los ojos, y resoplaba y tendía sobre la hierba la cabeza para erguirla de nuevo en inquietud y desespero.

Aquella manteca de la unción era grasa de tigre; materia    oleosa, de olor peculiar e intenso, que no pueden soportar las bestias sin creerse vecinas de la fiera.

Terminada la unción, el catire desligó las cuatro patas del rucio. Este púsose en pie, sacudiéndose, y moviendo la cabeza de derecha a izquierda, con vehemencia, tiraba del tenso cabestro, pugnando por libertarse, por romper aquel ramal que lo mantenía atado a una ceiba corpulenta.

La pobre bestia quejábase como una persona.

Los ojos se le salían de las órbitas, ya restregaba el hocico contra el suelo, ya lo levantaba a las nubes. En torno del sin ventura se había alzado, debajo de la hierba chafada, una amarillenta nube de polvo que lo envolvía. A corta distancia, el catire contemplaba la escena, pierniabierto, las manos en los bolsillos y la sonrisa en los labios.

El sol del mediodía llenaba el espacio, y caía sobre los      campos en olas de fuego. El jumento no cesaba un instante de agitarse presa de desesperación. Su piel se mojaba de sudor, cuando parecía que iba a caer exánime, sacaba nuevas fuerzas de su angustia, lanzaba quejidos más lastimeros; y tarascando el cordel, hacia esfuerzos cada vez más desesperados.

Por fin, rompióse el cabestro. El rucio, ya libre, echó a correr. También echó a correr el catire con intención de atraparlo. El asno corría, corría y tras del asno se desalaba el catire. Creyó el muchacho, al principio, que el asno se enderezaría al rancho y corrió de través para cerrarle el paso; pero bien pronto se desilusionó. Proseguía el rucio su carrera, campo adelante sin torcer rumbo: pasó el prado, pasó un morichal, pasó otro prado y se emboscó en la montaña, El catire ya no podía más.

Perdida la esperanza de alcanzar el desatentado borrico, más por curiosidad que por otra causa, ascendió a un pico del cerro de donde se divisaba buen espacio de monte y llanura. Allí estuvo un rato. No columbró al rucio.

Serían las dos de la tarde. Sintió hambre, y queriendo      regresar a la ranchería, empezó a combinar una mentira que explicara su tardanza, y la ausencia del animal. De pronto vislumbró en campo raso y en dirección al Orinoco, al asno que, salido del bosque al llano, seguía corriendo, corriendo.

Llegado al río, erró el burro un instante y después de un      instante de titubeo, lanzóse denodado al agua. El catire no percibió ya sino la cabeza blanquecina del rucio emergiendo del turbión. Unos momentos después sin embargo, apareció de nuevo toda la figura del asno, arribado a una islita de arena, ni distante de la costa, playa o borde del río. El desasosiego del infeliz debía ser grande, porque se echó de nuevo al agua, en dirección a la orilla, de donde partió un momento antes; la corriente lo arrastraba, y ganó margen muy abajo. El catire lo divisaba entonces, a causa de la distancia, mucho más pequeño, de no más alzada que un pollino.

"Ahora se irá a casa", discurrió el mozo. Pero se equivocaba. El animal, echóse de nuevo al río. Ya sin fuerzas, dejóse arrastrar por la corriente, que lo llevaba a la deriva, aguas abajo. 

"Es -imaginó de nuevo el catire- que no puede más, y no quiere salir del agua, porque estando cubierto por el agua, no le huele a tigre".

La cabeza clara del burro seguía flotando. Ya no era sino un punto en el centro del Orinoco.

El río lanzaba reflejos de diamante herido por el sol.

El muchacho veía alejarse y empequeñecerse aquel punto    navegante. Así, vio lo que menos esperaba. El punto se sumergió de súbito en las ondas. El catire, cabizbajo, quedóse durante cinco minutos mirando el río. El puntito viajero no volvió a subir a flor de agua.

"Algún caimán", pensó el catire. 

Y comenzó a bajar lentamente.


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